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MERCEDES MARGARITA STRICKLER - KAHLOW - ¿Mito o realidad? (1916-2001) ver 28 fotos

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"Mujeres Humbolenses que dejan su impronta"

MERCEDES MARGARITA STRICKLER - KAHLOW - ¿Mito o realidad?

(1916-2001)

Hablar sobre ella significa conocer o aproximarse a una historia de vida que se nutre en la realidad y la leyenda, el amor y el temor, de lo próximo y lo lejano. Su andar por la vida comenzó un 21 de diciembre de 1916 en la zona rural de Humboldt (Provincia de Santa Fe), un contexto geográfico que hacía honor a sus abuelos quienes fueron los primeros colonizadores de los campos de la zona.

En 1939, llegó a Humboldt, un joven poeta muy apuesto, el artista Ramón Sixto Ríos, quien integraba junto a otros un conjunto teatral. Tal fue el amor que sintió por Merceditas que decidió proponerle casamiento, pero ésta no aceptó.

Pasó casi medio año y en la radio sonaba la canción “Merceditas” que se convirtió en uno de los clásicos de la música popular.

La vida de ambos transcurrió por separado.

Tiempo después el reencuentro fue el festejo de sus ochenta años. Más tarde Sixto Ríos fallece.

El 8 de julio de 2001 a los 84 años Merceditas partió y con ella muere el mito y nace la leyenda.

Merceditas… “ La Cedi”

Más allá del mito

Evocamos su recuerdo a través de las letras

Ida y vuelta a la felicidad

Era temprano. Miré al horizonte y un sol somnoliento me devolvía rayos tenues. El frío pasaba sin horarios por la estación, invitado irreverente, y jugaba con el viento a levantar tímidas polleras, voltear funchis y crear muecas irreproducibles en los rostros, con ráfagas heladas.

Un ruido lejano nos pone en alerta, el jefe de estación toca una campana, que se despierta con su propio sonido, para que los curiosos se alejen del andén. Después, un temblor austero, y al fin se la ve. La locomotora es monumental. Los durmientes y las vías, tiemblan el miedo de los obedientes, ese miedo injusto de los que son sometidos. Las ventanas de los vagones me aparecen como un mazo de naipes espejados, magistralmente barajados por un mago fabuloso que no me deja ver el truco. El tren resopla su cansancio, y en la pausa el jefe apresura el embarque de los pasajeros, subo salvando la dificultad de mi pequeña maleta de cartón y el estuche de la guitarra. Miro hacia fuera. El paisaje, lejos del Retiro donde salí, es la monotonía perfecta, es Santa Fe, y no hay nada que altere la vista del viajero, sólo una sucesión interminable de campos achatados por el tiempo, arrebatados de cualquier gracia, solemnes, aburridos.

Era el segundo tren que tomaba para llegar a Humboldt, donde se presentaría la Compañía teatral para la cual trabajaba como músico. Algunos problemas personales hicieron que no pudiera viajar con el resto del grupo. Cansado, el viaje se me hizo interminable. Después de unas horas, un cartel perfectamente pintado anuncia la llegada. Hay un monte de eucaliptos enormes, un edificio grande y frío, con techos de chapas a dos aguas y paredes gordas de ladrillos, puertas verdes altísimas, bancos dormidos y un jefe que usa gorra para recibir al tren, pero está en camiseta. Suena el claxon de un Ford 8, debe ser uno de los últimos modelos, entre el 1938 y 1940 y veo al representante de la compañía abanicar sus brazos. Camino hacia él, el tren sale. Saludo a mi jefe y me meto al auto, charlo los cinco minutos que nos separan del pueblo. No es más que un puñado de casas altas, la mayoría sin revoques, desparramadas en manzanas muy largas, como sembradas al voleo. Creo que llegamos al centro porque hay un boulevard, pero el tráfico inexistente de la siesta pueblerina no me anima. Me dejan en una casa grande que pretende ser un hotel.

Cuando me despiertan de la siesta, sólo me queda tiempo para ducharme. Al salir, encuentro unas niñas que esperan con cuadernos para que los artistas dejemos nuestras firmas; apresurado tomo uno y escribo, “Con cariño, Ramón Sixto Ríos”, lo devuelvo con una sonrisa y sigo. Ahora si parece que el pueblo ha despertado y hay un trajín de coches y personas.

Me reencuentro con José, mi compañero de guitarras, charlamos amablemente, prometiéndonos una vuelta por la pista de baile y un trago. Nos avisan que es nuestro turno; nos recibe un público respetuoso y al finalizar nos despiden con aplausos, telón y pausa. Recibimos un vaso en el buffet y nos arrimamos al salón. Se nota que es un día festivo para los lugareños, hay música de carcajadas, de bromas y de amigos. El lugar está ornamentado y pulcro, hay un clima de seducción guardado por meses, con caballeros de prolijo traje y corbata, delicados bigotes y peinados magistralmente engominados, y con damas de finas cinturas, rostros angelicales y modales contenidos. La mayoría nos reconoce, nos halagan con tiernas risitas cómplices. José me detiene con el brazo para señalarme una belleza. Puedo verla hoy como aquel día, porque el tiempo se detuvo y me regalo esa fotografía que se grabó insistente en mi retina. De rostro fresco y andar seguro, de cintura miserable y mirada seductora, la veo venir, petrificado. Mi compañero reacciona antes y se interpone en su camino, “¡Que hermosa flor!” dispara mirando su bella cabellera rubia, ella se lleva la mano a la cabeza tocando el broche de nácar que le sujeta el cabello y responde, “Pero esto no es una flor”, dando pie al remate de mi amigo, “No, digo: ¡qué hermosa flor supieron cultivar sus padres!”. Su carcajada visceral, plena, resonante, me conmueve. Mientras su cuerpo continúa la cadencia de la risa, levanta la vista y me clava un instante una mirada que me fascina, me encanta, me enamora. La quita, pero ya es tarde, ya no seré el mismo. Habrá un antes y un después de ese momento en que me apretó unos segundos el corazón para soltarlo herido, agonizante, suyo. “¿Le gustaría bailar esta pieza?” dispara José cuando empiezan a sonar los acordes de un pasodoble, “claro”, responde y avanza hacia la pista, esquivando el brazo de mi compañero que se ofrecía vanidoso, para asestar el mío, que se deja llevar desprevenido.

Las palabras sobraron, o cómplices, se fueron, lo cierto es que más que frases intercambiamos miradas. El rojo fuego del vestido parece pálido, expuesto por la pasión incandescente de sus ojos. Son transparentes, etéreos, tallados por sus ancestros en algún mar europeo, pero a la vez tienen un brillo abrasador. Las pestañas y las cejas tienen el don de la madera fina que enmarca una obra genial, y sin lucirse la magnifican. Las respiraciones se mezclan y hay un perfume a glicinas que inunda el lugar. Sus manos son fuertes, pero dulces, de piel curtida por el frío de la mañana y templada por el calor de la siesta. Le llaman la atención la suavidad de las mías, y le digo “que han quedado pulidas de tanto acariciar a la que amo”, la risa aparece nuevamente y me hace temblar a mi también, “Hace bien, porque usted toca muy bien la guitarra” me responde adivinando la broma. La charla fluye sin reparos y pierdo la noción del tiempo.

Los gallos todavía duermen cuando todos comienzan a retirarse. Ella se despide, le digo que mañana actuaremos en Esperanza, y pregunto si podría volver a verla antes de irme. Deja una puerta entreabierta con un: “¡Si tiene que ser!”, que me produce una incertidumbre indigerible. José me arrastra hasta al bar festejando mi triunfo, pero la ginebra no aplaca mi ansiedad.

Sería el mediodía cuando despierto y al lavarme la cara quito los restos de aquella borrachera. Aparece el chofer de la eterna sonrisa, a quien finalmente pregunto su nombre. Es enorme y tiene la cabeza pequeña y los hombros fuertes, me indica que debo almorzar en el club, que puedo ir caminando porque es junto al salón. “Ismael”, lo llamo, dudo y después me animo a preguntarle por ella. “Sí, lo vi bailar” me responde, con su imborrable sonrisa y se sienta en un banco de granito caliente por el sol del mediodía, para contarme de esa muchacha que trabaja en el campo haciendo las tareas del hermano que nunca tuvo y que vive con sus padres, “aquí cerca, yendo para Grütly”. La charla termina con un apretón en el hombro de mi parte, que es un gracias íntimo, cercano.

Después del almuerzo emprendemos nuestro viaje a Esperanza. A los pocos kilómetros, el Ford 8 de Ismael afloja la marcha, para dejar pasar unos animales en un cruce donde un cartel verde indica “Grütly” hacia el norte. Los mugidos apretados y un grito de mujer me hacen voltear dentro del auto. ¡Es ella! Con pañuelo en el cabello, fusta en mano, arrea un grupo de torpes vacas. Giro sobre mi asiento para verla mejor, pero nos vamos alejando y me resigno. Por el espejo miro a Ismael sin esconderle mi frustración. Pasa un minuto en que mi mente queda en blanco; de repente una frenada, el coche que viene detrás se detiene, el muchacho desciende y les dice algo, vuelve al auto, se dobla entero para hablarnos, “Nos olvidamos el equipaje del Señor Ramón, lo voy a llevar de vuelta al pueblo. Pasen al otro auto, por favor”. Se apretaron en el otro Ford y salieron. Giramos para volver hasta alcanzar el cruce de caminos, allí dobló al norte, apuntando hacia Grütly, se detuvo y bajó, “Dele nomás, es la segunda casa a mano derecha”, no sabía como agradecer ese gesto, “¿Y vos?” me preocupé, “Haga tranquilo, que yo lo espero acá”. Tomé el volante y salí.

Estaban llegando con los animales cuando las alcancé, iba otra mujer con ella, sería la hermana; dejé el polvoriento camino central y me detuve en el patio de la casa a esperar. Las glicinas me recibieron con su perfume, los perros con su idioma y ella con su sonrisa; se la ve hermosa igual, montada a caballo y sin ningún arreglo, sólo se lava la cara empolvada y viene hacia mí. “Parece que tenía que ser” me recibe alegre, y luego grita, “¡Mamá!, es el señor con el que bailé anoche”, “Ajá, ¿el músico?” pregunta sacando la cabeza por detrás de una sábana que tendía, “¡Sí!” responde ella, mientras me indica unos sillones humildes debajo de una parra. Corre a la cocina, y vuelve con un pavón humeante cubierto de hollín y el mate. La charla vuelve ahora con la música de los loros, las chicharras y los gatos, que al pasar acaricia. Después me invita cabalgar, y corremos juntos hasta un molino. El paisaje es hermoso: un trigal se funde con su cabello en un mar dorado, el viento lo mece llevando su caudal para descargarlo en el horizonte. Volvemos, saludo en la casa y voy para el auto, le pregunto si le puedo escribir y me contesta que sí. Se va para volver con un papel, que leo y guardo en un bolsillo. Le extiendo la mano con un gracias, pero la esquiva y me acaricia el alma con un beso en la mejilla, “A usted, por la visita”.

Me vuelvo a Buenos Aires. Dejo pasar los días, pero estoy pensando en ella y en lo que le escribiré, y después de hacerlo, no veo la hora de recibir una respuesta. Las cartas van y vienen, llevando la locura mi amor, y cuando ya no cabe dentro de los sobres, decido ir nuevamente.

El viaje en tren ahora me parece hermoso, y la ventanilla es el marco de un pintor genial, que mezcla los verdes con los ocres, y lleva los ríos por los llanos como venas, y pincela dorados, y quema rojizos en los atardeceres, y entierra el sol sangrante detrás del horizonte, para hacer del cielo su paleta preferida, para usar los negros y los marrones, y enmudecerlo en la oscuridad total, y luego lanza estrellas como piedras, para que se ilumine su trabajo, y pinta la luna , engordando su embarazo para que nazcan auroras, y con ellas vuelva la luz.

Y la primer noche que volvimos a estar juntos, bajo una luna blanca, le dije que la amaba y la abracé en un beso. Y aquel tren indiferente y viejo, llevó mi felicidad muchas veces por sus vías, tantas que lo fui queriendo, por amigo, por cómplice involuntario. Hasta que un día, puse en mi maleta un alhajero rojo y una ilusión, y volví con los dos a Buenos Aires. Porque la tinta de la pasión estaba fresca, porque el papel del corazón estaba ajado, no sé por qué, pero aquella canción de amor, no se pudo terminar, y entonces, sentado, esperando aquel tren que me había llevado a la felicidad, volví a la soledad sin sacar pasaje, y allí mismo escribí una canción desesperada, con el arrullo triste de los eucaliptos, con la mirada abrigadora del jefe en camiseta. Canté en esas estrofas mi amor más puro y lloré mi dolor más tierno. Conté mi adoración por los trigales y por esa mujer que les había robado la fuerza a la tierra y la belleza al cielo. Me fui apagando en notas, callando en versos, y ya sentado en el tren escribí la estrofa final con las últimas gotas de mi nostalgia, “Y amándola/ con loco amor/ así llegué a comprender/ lo que es querer/ lo que es sufrir/ porque le di mi corazón”. Doblé la hoja, para ponerle un nombre: “Merceditas”. Y cuando la campana anunciaba la salida y mi amigo de hierro comenzaba a hacer fuerza para alejarme de allí, saqué la cabeza, para recibir la última brisa del lugar, los olores me embriagaron y apreté el papel, para después soltarlo suavemente, dejándolo volar por la estación, libre como ella, herido como yo.

No esperé más cartas de Humboldt, pero cierto día, una llegó. La abrí con miedo que algo horrible hubiera pasado y me reencontré con el papel que había soltado en la estación. Arrepentido, por aquel abandono despechado, tomé la guitarra, y comencé a buscar en ella la música para esa letra. Un tiempo más tarde, hecha canción, empezó a rodar por los caminos, y el tren la llevó muy lejos. Llegó a Santa Fe, entrando en cada baile que le abriera las puertas y hasta supe que cruzó el Atlántico para que la cantaran otras lenguas, porque la canción volvió trayéndome fama y dinero, pero nada que aplacara la angustia interminable de mis días sin ella.

Ese tiempo que deambulé por las estaciones, serán los días más felices que contaré. Los paisajes que soñé desde la ventanilla del tren, abrazado a aquel amor, serán imborrables, como la sonrisa del jefe en camiseta, al escuchar en la radio la misma letra que alguna vez recogió en su andén, y la sintió tan bella, que creyó que era injusto su destino y por eso me la envió, esperando que volviera engalanada en melodías, sabiendo que muchas veces el destino juega con las ilusiones y los sentimientos, para finalmente hacerlos realidad, sólo “si tiene que ser”. FIN

Este cuento participó en el concurso Cuentos del Tren de España en 2008 sin obtener premios, sin embargo fue publicado en el libro de antología de los premios JUNIN PAIS 2011 en una versión más extensa bajo el título “Merceditas, un tren, un amor, una canción”. Su autor es Oscar Raúl López, nacido en Humboldt en 1965, cursó sus estudios primarios en la Escuela Nro 6037 y los secundarios en el Instituto “Centenario de Humboldt”, egresando en 1983, participó de varios talleres literarios, entre ellos los dictados en la Biblioteca Popular Beck y Herzog de Humboldt y la Biblioteca Mariano Moreno de San Jerónimo Norte. Algunos de sus cuentos obtuvieron diversos premios o menciones:

“Viaje a la esperanza” Primer premio concurso “RUMBO A LOS 150 AÑOS DE SAN JERONIMO NORTE” (2008)

“Buenos pensamientos” finalista en el concurso de cuento Revista Archivos del sur.(2009 –Bs As)

“Yo vi un milagro” Mención de Honor concurso Homenaje al escritor DA TERRA CHÁ

DON MANUEL MARÍA (2010- San Justo, BS AS)

“Yo vi un milagro” Segundo premio Concurso Cuentos Religiosos Pilar (2010- Pilar, Santa Fe)

“El Velorio” Mención de Honor y publicación en la antología concurso JUNIN PAIS (2011 -JUNIN, BS AS )

“Hojas del pasado” cuarta mención 3er Concurso Literario “Sucedió en la biblioteca” de la Biblioteca Popular Beck y Herzog Humboldt (2012)

“Kaylani” cuento preseleccionado 4to Concurso Literario “Sucedió bajo la lluvia” de la Biblioteca Popular Beck y Herzog de Humboldt(2013)

Colección:

Archivo Comuna de Humboldt

Mónica Burgui -Mariano Marty – María Elena Strickler

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