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Regionales15-08-2021

Historia de los comienzos de San Jeronimo Norte hermoso relato por Oscar "Cachi"Lopez

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Cuando te gusta la literarura y podes buscar los comienzos de las historias y lees lo que hicieron las primeras familias de la región hay que recordarlos siempre ..... No tenían pre paga,,tampoco agua mineral ,ni la mayonesa envasada , ni ,ni  digamos asi por eso me gustó el relato y como tengo permiso siempre de "Cachi" para publicar, lo hice  Que nadie te moleste solo concentrate en esa época meteteen esta bella historia  gracias Oscarcito tirado de foto con que pinta te saque  un abrazo Hector Balverdi 


La fundación de San Jerónimo Norte tuvo, a mi juicio, cuatro patas. Ricardo Foster, quien es nombrado como "el fundador", para mi era el propietario de las tierras y el que las ofrecía a cambio de que las poblasen. Este hecho tenía un objetivo, el era propietario de una franja de tierra entre el río Salado y la reducción de los indios abipones a cargo del Coronel Dennis, segunda pata de este asunto, que oficiaba de contención al ataque de indios rebeldes y cuatreros. Con el asentamiento de una población, Foster se asegurado el incremento del valor de sus tierras entre Las Tunas y Santo Tomé. La tercer pata son las cinco familias de colonos que se arriesgaron a esta aventura y la última, para mi la mas importante, fue la presencia de Lorenzo Bondenmann, un valesano que cruzó nueve veces el océano para traer coterraneos, ¿qué objetivos perseguía? Se los cuento en este "cuento" (aclaro que es una ficción aunque la época, algunos hechos y nombres son reales. Una pena que no conseguí foto de este verdadero héroe de la colonozación, Don Lorenzo Bodenmann:

“Soo baald wier 150 Familini sii, ga ich wider zrugg” *

—Me voy.

— ¿Se va a lo de los Blatter? —preguntó Luisa en tono doméstico esperando una respuesta automatizada y corriente.

—No, no esta vez.

— ¿Y se puede saber adónde va entonces?

—Me voy para Suiza —respondió seguro.

Las dos mujeres se voltearon hacia él creyendo haber oído mal, pero el rostro calmo del suizo y la expresión desentendida daban cuenta de una decisión ya madurada.

La noticia flotó en el humilde hogar de las hermanas Guntern por un rato. La robusta cocina a leña respiró un humo gris por entre las rendijas del quemador donde dormía una olla tiznada y vieja, y aunque Rosa corrió a acomodarla, el aire ya se había enrarecido.

Ninguna se animó a preguntar el motivo, sólo trataron de seguir en sus tareas, pero el anuncio era como la mordedura de una víbora que al clavarse en su víctima, aún dejándola de pie, la hiere internamente. El veneno de los interrogantes comenzaba a deambular por sus cuerpos y no había antídoto que paleara la incertidumbre que provocaban tantas dudas. No sería lo mismo para aquellas mujeres, ni tampoco para el pueblo.

No tenía nada de malo que quisiera regresar a su Suiza natal. Sin embargo, no comprendían el porqué de su decisión. Lorenzo Bodenman había arribado al país en 1857, no se había asentado aún cuando conoció a Don Ricardo Foster y la breve charla que mantuvieron fue el disparador para su difícil empresa.

Trabajó sin descanso para lograr que aquel lugar, la llanura más vasta y pródiga que pudiera imaginar, se poblase. Se había empeñado en una tarea tan dura como utópica, traer hermanos de los lejanos valles del Cantón de Valais; y aunque ello comprendía varias etapas, las siguió concienzudamente hasta lograr su propósito.

Tal era el convencimiento de este valesano que aún habiendo llegado en julio tras un agobiante viaje de tres meses, regresó en diciembre con el único objetivo de convertirse en ojos para sus coterráneos. La pampa verde, esperanzada, le devolvía la ilusión y él la trasmitía sin reparos, como quien habla del paraíso habiendo estado allí.

Visitó primero la tumba de su esposa y luego comenzó a peregrinar por los pueblos y distritos vecinos para encender pequeñas llamas en el seno de los hogares helados de su Suiza, esperando que esa luz iluminase a los más osados, para que ellos marcaran el rumbo.

Se atrevieron sólo seis familias y un soltero, y aunque cualquiera hubiera contado aquello como un rotundo fracaso, la fundación de San Jerónimo lo convirtió en un hito, un éxito que fue su motor para nuevos viajes. Así en 1861 embarcaron veinte familias y en 1863 consiguió llevar veintisiete más.

Corría el año 1866 y con la construcción de la Iglesia, que funcionaba (por un lado) como escuela, con la asistencia de más de 80 niños, y a la vez como templo, vio asegurado el crecimiento de la planta urbana.

Ya eran 150 familias las que habitaban la colonia. ¿Por qué no se quedaba a disfrutar del nacimiento de ese pueblo del que era tan padre como Foster? Había sido artífice de todo aquello, y ahora, cuando llegaba el momento de ver como el robusto árbol empezaba a engrosar su tronco y a elevarse para hacer rodar su sombra protectora sobre la pampa, él planeaba alejarse, sin aspavientos, con la humildad con que se había movido durante todos esos años.

Tal vez la vil persecución de la que fue objeto en Suiza y que hizo peligrar el éxito de su último viaje, había resquebrajado su voluntad. Sería difícil para un hombre de ideales puros, y objetivos filantrópicos, aceptar que se lo trate como un maleante. Más aún, para las empresas de emigración, admitir que un sólo hombre pudiera tener tamaña capacidad de convencimiento, al punto de lograr que en una extensa zona no se hablara de otra cosa que de las grandes y florecientes oportunidades que había para ellos en “Saint Hieronimo”. Era imposible para esos hombres de negocios comprender los objetivos altruistas de ese valesano. Era humillante, tener que reconocer que hacía lo mismo que ellos, pero mejor y sin un fin económico visible. ¿Puede haber sido ésta una razón más?, pues nadie comprendía los motivos que lo movían a tomar la determinación de alejarse.

Eligió una mañana de abril para su partida; no habrá querido ver la tristeza momentánea del otoño, y sí, despedirse de los verdes que le habían ayudado a contar a sus hermanos de las bondades de esta tierra. Rosa, la más sensible de las hermanas, trajinaba por la casa sin encontrar actividad alguna que le aplacara el dolor de aquel distanciamiento o la distrajera al menos, en tanto Luisa preparaba el equipaje de Lorenzo.

— Está todo listo —le dijo en tono apesadumbrado.

— Bueno, entonces es hora de partir.

No había nadie afuera para despedirlo, sin embargo, sonrió y volteó hacia Rosa que esperaba su abrazo entre sollozos.

— ¿Está seguro de irse? —le preguntó, mientras Valentín, el menor de la familia Guntern, cargaba sus pertenencias en el carro con el que lo llevaría hasta Santa Fe.

—Tan seguro como lo estuve de venir.

La tomó por los hombros, miró el azul profundo de los ojos tan adentro como pudo, sabiendo sin dudas que ya no la volvería a ver y la abrazó.

El latigazo que recibieron los caballos rompió el silencio de muerte que se expandía en el aire y que hasta los animales parecían respetar. Mientras el andar le proponía una sucesión de saltos a los que el cuerpo poco a poco se acostumbraba, echó una mirada a la llanura dócil y extensa por última vez. El viaje sería largo pero él lo disfrutaría completamente, se le notaba en la sonrisa que sin ser exagerada, era constante.

En Santa Fe lo esperaba su hermano Juan, que vivía en Colonia San José, en Entre Ríos, para despedirlo. Y a pesar de sus ruegos para que se quedara, como lo había hecho antes, como siempre, no torció un centímetro su rumbo y marchó a Buenos Aires y se embarcó hacia a su destino final: Suiza. Comenzaba así su noveno y último viaje.

Notó que nunca había disfrutado del océano, ensimismado en sus obligaciones y agobiado por el peso enorme que sentía por las vidas que llevaba. El aire le pareció tan puro en ese cielo azul enorme y ancho como su llanura pampeana, que lo aspiró exageradamente, como si pudiera guardar algo en sus pulmones. Se dejó acariciar por el agua salada que golpeaba el pecho del barco, recogiendo un recuerdo instantáneo de ese coloso de figura mutante que lo había acompañado tantas veces. Habría tejido puntillosos planes en los largos meses que pasaba navegando, al arrullo de las aguas que ignoraban su meticulosa tarea.

Ni bien llegó a su pueblito valesano lo recibieron sus hijas, Salomé, Luisa y Catalina. Hacía años que no las veía y el reencuentro le produjo una inmensa alegría, ellas se regocijaban aún más, intuyendo que el regreso era definitivo.

— ¿Supongo que a sus años, papá, no estará planeando un nuevo viaje? —lo interrogó la menor con un cierto grado de regaño.

—Me queda un sólo destino por alcanzar —le respondió—, pero no debo cruzar el Atlántico para conseguirlo.

Al día siguiente Salomé lo acompañó hasta un páramo no muy alejado de la población donde un puñado de cruces de madera enclavadas al pie de una montaña atestiguaba la entrega a Dios de las almas de los seres queridos. Se arrodilló frente a la que indicaba el nombre de su esposa. Las flores y el sol de agosto engalanaban un lugar perfecto. Levantó una roca que se hallaba frente a la cruz sobre una pequeña lata redonda, tomó un papel de su interior y lo abrió. Después de un largo rato lo volvió a doblar, lo guardó y se levantó.

Su hija esperaba verlo quebrado en llanto pero cuando se volvió hacia ella lucía una sonrisa feliz, alimentada por haber cumplido su propósito. Lo abrazó como si pudiera suplir el calor de su madre, pero el amor de esa mujer, que el destino le había arrebatado en forma temprana, era un bien irremplazable.

Y como si el destino siguiera un riguroso calendario, el hombre enfermó y el reencuentro con su amada esposa se hizo inminente.

Un seis de octubre de 1873 Dios lo recibió en sus brazos y seguro en la pampa, en su San Jerónimo, sin que nadie lo advirtiera; el sol no calentó tan fuerte, las aves guardaron luto en su silencio, y los pastizales eternos se reclinaron, acongojados, rindiendo honores a aquel hombre.

Pasó el tiempo, y los porqués esta vez cruzaron el Atlántico y se instalaron, tan fríos y mudos como las nieves de los Alpes, en los pequeños pueblos del Cantón.

“El Americano”, como lo llamaban, se había ido sin dejar fortuna, ni nada que evidenciara el fruto de sus viajes a “la Santa Fe”. Fue tal el desconcierto que motivó este hecho que hasta fue consignado en su acta de defunción. El mito comenzaba a calar los corazones, y la figura del hombre a engrandecerse a medida que el tiempo pasaba e iban comprendiendo los puros ideales que lo habían impulsado a lanzarse a tan arriesgada empresa. Sus hijas tampoco tenían respuestas, pero hallaron consuelo en la tarea humanitaria que había realizado, al encontrar un sitio para esos valesanos que se apretaban en los valles, condenados irremediablemente al hambre y la desgracia.

Sin embargo, cierto día, Salomé acudió a visitar las tumbas y al ver la lata redonda recordó el rito que había realizado su padre tras su regreso. Lo repitió con el entusiasmo de encontrar algún indicio y con vergüenza a la vez, por la indiscreción manifiesta de esa violación, pero el acto, le resultaba irresistible. Abrió el papel temblando y encontró un escrito, pobre en palabras pero tan rico en su significado, que no pudo reprimir un llanto espontáneo. Pensó que era mejor que siguiera durmiendo eternamente en ese sitio, símbolo de una promesa de amor tan grande como la montaña que lo custodiaba, paradigma de la capacidad del ser humano cuando nobles fines lo motivan. Entonces, lo volvió a mirar mientras lo enjuagaba en lágrimas sinceras y antes de doblarlo y guardarlo, lo leyó por última vez:

*“cuando seamos 150 familias, regresaré”.

Oscar Raúl López


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